Después de un intenso trabajo de manipulación, ya que hasta ahora, esta imagen no se ha podido tomar por diversos motivos, algunos evidentes, el fotógrafo canadiense Jeff Wall (Vancouver, 1946) imprime esta fotografía, cuya base fue disparada en una conocida biblioteca americana. En ella crea una especie de ser, adentrándose en la hipotética mitología, a la que llama la giganta. En el idioma original no aparece esta distinción entre masculino y femenino, que en español la hace si cabe, más poética. El engendro, una mujer desnuda desproporcionadamente grande para el tamaño de los elementos de la biblioteca, construida para seres de otra talla, lee un pequeño manifiesto en el descansillo de la gran escalera.
The Giant, Jeff Wall, 1994
Exhibe su joven cuerpo desnudo coronado por cabeza de anciana. La figura femenina desnuda manifiesta su juventud, su vigencia o constante renovación; pero la cabeza demuestra el largo recorrido, la acumulación del saber por la longevidad de la historia. La arquitectura puede adoptar una expresión de enorme fuerza mediante las palabras. Esta sugerente figura simboliza la grandiosidad y longevidad de la sabiduría, detenida, tal vez, en el lugar más visible del templo de los libros, donde las palabras articuladas quedan atrapadas en el espesor de tomos con vocación de perpetuidad. Quizá el fotógrafo esté rescatando de su mente una imagen que el ojo humano no puede ver, ya que los presentes en la sala parecen no inmutarse ante tan descomunal cuerpo. Es un momento de encarnación de aquello invisible que, por tan acusada presencia, no se nombra. Es la imagen la que evoca un pensamiento simbólico y metafórico intenso. Así, ésta desaparece en la búsqueda de palabras para la identificación. Existe un terreno ambiguo entre imagen y palabra, un pequeño abismo que sólo se podrá saltar desde la propia palabra.
'La palabra que no puede convertirse en pasado y para la que no se cuenta con el futuro, la que se ha unido con el ser. Mas en los seres humanos que guardan esa su palabra no se la ve, pasa inadvertida, como suele serlo también para ellos, al menos como palabra, pues ha llegado a asistirles como una lámpara que por sí sola se enciende o que está siempre encendida sin combustión. La palabra que no se petrifica en el espanto, y a partir de la cual el hablar se deshiela. Y que sigue orientando el ser del que ha entrado en la noche de su mente. Suele ser esta palabra que no se pierde un nombre. Un nombre que pudo ser dicho un día, mas que al guardarse ya irrepetible ha ido recogiendo las notas del nombre único'.(1)
(1) María Zambrano, 'Claros del bosque'. La palabra que se guarda. Seix Barral, Barcelona, 1996.
No hay comentarios:
Publicar un comentario